Vivimos como soñamos, solos.
Joseph Conrad
Un cadáver
misterioso, un código indescifrable e infinidad de preguntas sin respuestas. Un
hombre sin identidad del que no se conocen las causas ni el motivo de su
muerte. Si fue asesinato, un suicidio o un deceso natural provocado por la
tristeza de un amor no correspondido, o quizás consecuencia de una Guerra Fría
que no había hecho más que empezar. Nadie lo sabe.
Pese a las
pistas policiales, los códigos secretos y los testigos presenciales. Pese a la
existencia de un cadáver. Su tumba es la de un hombre sin identidad. Una
persona sin nombre, nacionalidad ni historia que no fue asesinado por nadie, ni
reclamado por nadie, ni conocido por nadie.
Así fue el
caso de Tamán Shud, el misterio sin resolver más grande la historia de
Australia. O simplemente la historia de un hombre que un día desapareció de
alguna parte sin dejar ningún tipo de rastro.
El 30 de
noviembre de 1948, John Bain Lyons y su mujer se encontraban paseando por la
tarde por la playa de Somerton. De pronto, una figura tirada en la arena llamó
su atención. Un hombre vestido de manera impecable, con las piernas extendidas
y los pies cruzados, extendía el brazo derecho en lo que parecía un torpe
intento de borracho de fumar un cigarrillo.
Media hora
más tarde, otra pareja pasó por allí y encontró al mismo hombre tumbado en la
misma posición. El brazo izquierdo extendido en la arena, su cara rodeada de
mosquitos, un cigarrillo en la oreja y otro a medio fumar a la altura de la
mejilla. Un pobre borracho, pensaron.
No fue hasta
las 6:30 de la mañana del 1 de diciembre de 1948 cuando más personas
descubrieron que el misterioso hombre seguía tumbado en la arena. Estaba muerto.
Sin marcas de violencia, sin heridas y sin rastros de alcohol.
Aquel hombre
no portaba ninguna identificación, su ropa no tenía etiquetas y su pantalón
estaba cosido con un extraño hilo color naranja. En los bolsillos solo
encontraron algunos cigarrillos, chicles, un peine, fósforos y un billete de
autobús. Que el hombre no tuviera documento de identidad ni daños visibles en
su cuerpo hizo sospechar a la policía que se tratase de un suicidio.
Se le
realizó una autopsia la cual reveló que el cerebro y el estómago del muerto
misterioso estaban congestionados, como si hubieran sido envenenados. Sin
embargo, los médicos encargados del análisis toxicológico no detectaron rastro
alguno de sustancias extrañas, pero sostenían la hipótesis de que no se trataba
de muerte natural.
Una segunda
inspección sí encontró dos sustancias: Digitalis y Strophanthin. Venenos que si
se suministran en la dosis adecuada no dejan rastro a primera vista. Un sinfín
de preguntas se suscitó dado que los médicos determinaron que las sustancias no
se habían ingerido accidentalmente. ¿Había sido un suicidio o un asesinato muy
bien planeado? Además, la inexistencia de rastros de vómito —muy comunes en
estos tipos de envenenamiento— añadía aún más misterio a la muerte de este
hombre.
La policía
dedicó los meses siguientes al hallazgo del cadáver a intentar identificar la
identidad del hombre de la playa de Somerton. Sus huellas se enviaron por todas
las ciudades cercanas, se construyó un busto con la cara del hombre, los
habitantes del pueblo peregrinaron hasta la morgue en un intento de que alguien
le diera un nombre al cadáver y sus fotografías se distribuyeron por comisarias
y servicios de inteligencia de todo el mundo angloparlante.
Nadie fue
capaz de reconocerlo. Hubo algunos que declaraban haberlo visto, otros creían
conocerlo, pero a la hora de la verdad todas las pistas fallaban. Hubo quienes
lo identificaron con un conocido suyo, otros afirmaron que era leñador,
cuidador de caballos, marinero de un barco sueco, etc. En noviembre de 1953 la
policía acusó recibo de 251 testimonios que afirmaban paraderos distintos y
todas ellas fueron rechazadas por los detectives.
Tamán Shud |
¿Cómo era
posible que nadie conociera a aquel hombre, que nadie reclamara su cadáver?
Tras 10 días
de búsqueda infructuosa, la policía local decidió embalsamar el cuerpo y
enterrarlo. Pero el caso lejos estaba de cerrarse.
El 14 de
enero de 1949, se produjo otro giro de guión en la historia. Se encontró en la
estación de Adelaide un portafolio con diversos objetos dentro, entre los que
había un ovillo de hilo de Barbour color naranja, inexistente en Australia. Un
hilo naranja que, casualmente, coincidía con el que se había usado para coser
los pantalones del cadáver. También se
encontraron prendas de vestir con varias etiquetas con el nombre “Keane”
escritas en ellas. Se hizo circular la información pero nadie reconoció el
portafolio, nadie conocía a ningún Keane que hubiera desaparecido recientemente
y no surgieron nuevas pistas que ayudaran al caso. Se volvía al punto de
partida.
En un nuevo
análisis, los investigadores hallaron un pequeño bolsillo secreto en los
pantalones del hombre. En su interior encontraron un papelito con dos palabras
escritas: “Tamán Shud”. Un mensaje críptico escrito en persa que pertenecía a
la última página de un libro de poemas, The
Rubaiyat de Omar Khayyam. “Tamán Shud” significaba literalmente “acabado”.
Los
investigadores intentaron encontrar por toda Australia una edición de este
libro a la que le faltara ese fragmento. Un hombre descubrió en el asiento de
su coche una edición de 1859 a la que le faltaba la última página. Esta persona
entregó el libro a la policía, pidió mantener el anonimato y declaró que no
tenía la más mínima idea de cómo había llegado a parar a su coche.
En el
reverso del ejemplar aparecía escrito a mano lo que parece ser un mensaje
cifrado.
WRGOABABD/ MLIAOI/ WTBIMPANETP/ MLIABOAIAQC/
ITTMTSAMSTGAB
El mensaje
no parecía tener significado alguno ni parecía ser parte de ningún idioma conocido.
Se convocó a matemáticos, astrólogos y criptólogos para tratar de descifrar
aquellas letras. Aún hoy, nadie ha sido capaz de romper el código. Esa última
página del libro también contenía un número de teléfono. El número pertenecía a
una ex enfermera que vivía en la calle Moseley, en Glenelg, a unos 400 metros
al norte del lugar en el que fue encontrado el cuerpo.
La mujer, de
la que solo se conoce su apodo (Jestyn), explicó que en 1945 le había regalado
una copia del Rubaiyat a un Teniente del Ejército llamado Alfred Boxall, quien
servía en la Sección de Transporte Marino de la Armada Australiana. Jestyn
afirmó no haber tenido ningún contacto reciente con aquel militar. Tan solo le
había enviado, hace ya algún tiempo, una carta en la que ella le informaba que
se había casado.
Cuando los
detectives le enseñaron el busto del cadáver a la enfermera, su reacción fue de
total sorpresa y estuvo a punto de desmayarse. Esa fue la pista que llevó a la
policía a creer que Boxall era el muerto. Hasta que lo encontraron vivo y con
su propia copia de The Rubaiyat completa, con "Tamán Shud" en su
última página.
La teoría
del amante despechado se derrumbada y, mientras, una nueva se construía: se
especulaba si este hombre era en realidad un espía soviético. Eran los primeros
años de la Guerra Fría y esa posibilidad no parecía tan descabellada. Además,
el muerto había sido encontrado en una zona cercana a la central de inteligencia
de Woomera, un sitio secreto de lanzamiento de misiles.
A día de hoy,
el misterio de Tamán Shud sigue sin resolverse. Nunca se ha sabido lo que pasó
aquella mañana de diciembre en la playa, ni la identidad del misterioso hombre
y su asesino. Y puede que nunca se llegue a saber.
Lo que sí es
cierto es que, más allá de todas las teorías que se han construido alrededor
del misterioso caso del hombre de la playa de Somerton, ninguna ha sido
comprobada.
Sin embargo,
dentro de todo el misterio, subyace un detalle revelador. Hasta 1978, cada
cierto tiempo la tumba de este hombre se llenaba de flores. Flores que nos
recuerdan que, aunque todo el mundo parece haberse olvidado de este hombre, hay
alguien que nunca lo hizo.
M.S
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