Un padre le
confiesa a su hijo (que está entrando en la adultez) un antiguo secreto: en su familia, los varones tienen el poder de viajar hacia atrás en el tiempo. Para
ello sólo deben elegir una escena del pasado, meterse en un lugar oscuro
(cuarto, placard, etc.) cerrar los ojos y apretar los puños. Hay una sola
condición para que ello ocurra: mantener el secreto, no contárselo a las
mujeres. Y algo más: una vez que uno se convierte en padre no puede regresar a
una escena anterior al nacimiento de su hijo.
Sobre este dato se
desarrolla la película “About
time”, dirigida por Richard Curtis. La película muestra las idas y
venidas amorosas del hijo, la conmovedora relación entre él y su padre y el
modo en que se cumplen los ciclos de la vida. Cuando va a ser padre a su vez,
el hijo se lamenta por todos aquellos momentos a los que ya no podrá regresar,
y entonces recibe un póstumo mensaje paterno: “De ahora en más enfrentá cada
día como si sólo fueras a vivirlo una vez o como si ya lo hubieras vivido y
ahora lo estuvieras corrigiendo para hacerlo perfecto. Abordalo así hasta en los
más pequeños detalles”.
Esta película conecta
con una idea que el psicólogo del comportamiento Daniel Kahneman desarrolla en
su libro “Pensar rápido, pensar
despacio”. Según Kahneman, conviven en nosotros un Yo que experimenta y
un Yo que recuerda. El primero vive en tiempo real, atraviesa en vivo y en
directo cada una de nuestras experiencias vitales. El segundo es el que las
rememora y las relata. El Yo que experimenta está siempre presente y es
silencioso. El que recuerda aparece una vez que las cosas han pasado y tiene
voz. El que experimenta vive en el tiempo, minuto a minuto. El que
recuerda elimina el factor tiempo, hace montajes con diferentes escenas, rompe
las secuencias de los acontecimientos, descarta muchos de ellos, les da a otros
una relevancia de la que carecieron en el momento de la experiencia. El Yo que
recuerda nos lleva a decir, por ejemplo, que fuimos muy felices en determinada
época de la vida, y para ratificarlo elimina totalmente los momentos de
angustia, frustración, dolor o tristeza que pudimos haber vivido en esa misma
época. De la misma manera puede hacernos decir que tal o cual fue el peor
momento de nuestra vida, dejando afuera los episodios alegres, divertidos o
reconfortantes que quizás matizaban nuestra tristeza. El Yo que recuerda toma
escenas aisladas de nuestras vivencias y las convierte en una totalidad, sin
atenuantes.
El Yo que
experimenta y el que recuerda nunca coinciden en el tiempo, siempre se suceden
y lo hacen en el orden nombrado. Si el que experimenta tuviera voz y pudiera
irrumpir en medio del relato del que recuerda, posiblemente muchas veces
tendrían acaloradas discusiones. Ni para bien ni para mal las cosas suelen ser
como las recordamos. De algún modo quedamos encriptados en la narrativa de
nuestras vidas.
La película “About time” propone ir del Yo
que recuerda al Yo que experimenta, al revés de lo que habitualmente ocurre.
Quizás si se nos otorgara a todos la facultad de los protagonistas de regresar
en el tiempo, nos llevaríamos unas cuantas sorpresas, algunas agradables y
otras decepcionantes. Veríamos que algunos dolores no fueron tan excluyentes
como el Yo que recuerda los cuenta, y que algunas alegrías no resultaron tan
burbujeantes como ese Yo nos dice.
¿Qué hacer,
entonces? Lo que el sabio padre le dice al hijo. Vivir cada día como si ya lo
hubiéramos vivido y convertirlo esta vez en el mejor día posible, porque ya no
volveremos a él. Si se quiere, se trata de restarle un poco de espacio al Yo
que recuerda, para no vivir mirando siempre hacia atrás, y cedérselo al Yo que
experimenta, esto es al tiempo presente, a lo que de veras nos está ocurriendo,
a lo que estamos sintiendo ahora (no a lo que creemos haber sentido ayer o
imaginamos que sentiremos mañana), a lo que hacemos hoy y a cómo lo hacemos.
Toda emoción, todo sentimiento, toda idea que se plasma en su tiempo real (el
presente), nos deja libres para lo que la vida nos depare. De lo contrario nos
perdemos en lamentos, ilusiones, confusiones, creencias, ensoñaciones y
fantasías a las que el Yo recuerda es muy aficionado. Todo esto ya lo sabía el
inmortal poeta latino Horacio cuando, en el siglo I antes de Cristo, acuñó su
inspirado e inmortal Carpe Diem: cultiva el día.
- Rodro Malamorte -