Debemos obrar como hombres de
pensamiento; debemos pensar como hombres de acción
Henri Bergson
Nuestro día está compuesto de cientos de ideas que nacen de lo que vemos, oímos y pensamos a cada momento. Ese material se traduce en un cúmulo de frases y de pensamientos basados en imaginarnos qué pasaría si lográramos materializar esas ideas que tenemos en la cabeza. Con frecuencia todo se queda allí, en una conversación interna, en figurar algo que queremos que suceda pero que probablemente nunca pasará. La mayoría de esas ideas sólo disfrutan de unos pocos minutos de vida. Para ser gráficos, las ideas serían el alma. Un Éter que reúne todo el flujo de información que generamos como una gran cadena de imágenes mentales. Un alma, teológicamente hablando, necesita de un cuerpo que la contenga y le permita expresarse. Por ende, cualquier idea necesita un esqueleto, una estructura para sobrevivir. Somos muy buenos para pensar nuevas ideas, pero muy malos para pensar en el “manual de instrucciones” para desarrollarlas y volverlas realidad. Ese es nuestro gran problema, pensamos en las ideas, pero no pensamos en un proceso para materializarlas. Pensar es algo que el ser humano lo tiene tan asumido e interiorizado que casi no nos damos cuenta cuando nos ronda una nueva idea por la cabeza. Estudios recientes afirman que procesamos hasta 70.000 de ellos al día. Una cifra que a pesar de su inmensidad palidece si hablamos de la cantidad de pensamientos que puede tener una persona a lo largo de toda su vida. Según una estimación publicada en la revista 'New Scientist', en total cada ser humano puede pensar hasta 1080.000.000.000 (10 a la ochenta mil millones) a lo largo de su vida. Es decir, una cifra superior a la de todos los átomos que hay en el universo.
Ahora bien, no es difícil inferir que muchas de esas ideas que generamos al día tengan la particularidad de ser buenas y novedosas, pensamientos superadores que podrían generar cambios significativos en nuestras vidas, dándonos la chance de trascender y mejorar como especie. No obstante, cuando de bajarlas a la realidad se trata, tendemos a confundirnos, a aturdirnos y desorientarnos sobre el camino a seguir. Damos paso a una rumiación molesta que nos hace perder el hilo conductor de llevar a cabo ideas brillantes y lo cambia por sentencias culposas y repetitivas acerca de lo que no hicimos. Nuestra mente debe ser entrenada para enlazar el proceso de crear ideas con el proceso para establecer las instrucciones para esas ideas. No sirve de nada saltar de idea en idea, de aspiración en aspiración, de sueño en sueño, si no vamos a lograr algo concreto.
Volviendo una vez más a la teología, un conocido libro comienza con la frase “en el principio era el verbo…”, quizá haciendo alusión a la faz creadora de la acción humana, a la capacidad de generar cambios con nuestros actos. Y allí reside nuestra forma de alterar nuestra realidad: en no definirnos por lo que pensamos sino por lo que hacemos. “Un hecho vale más que mil palabras” reza el refrán popular, pero la habilidad que nos diferencia es la de saber y poder unir la teoría (idea) con la práctica (acción). Ese momento mágico donde silenciamos las dudas y amplificamos las certezas, ese “saber hacer” que nos habilita a trascender desde lo invisible a lo visible es la condición humana más preciada y a la vez misteriosa.
No desperdicies tus ideas. Anotalas, grabalas, comentalas; son potencialidades que exigen volverse algo tangible y concreto. Podrías generar cambios, comenzar nuevas aventuras, e incluso motivar a otros a pensar más y llevar a cabo lo imaginado. Pensándolo así no parecería tan difícil hacerlo, ¿no?
No desperdicies tus ideas. Anotalas, grabalas, comentalas; son potencialidades que exigen volverse algo tangible y concreto. Podrías generar cambios, comenzar nuevas aventuras, e incluso motivar a otros a pensar más y llevar a cabo lo imaginado. Pensándolo así no parecería tan difícil hacerlo, ¿no?
MATT A. HARI