(Ph: Matías Sosa) |
“(…) Ya no hubo tiempo de cranear la maniobra, fue puro
instinto y reacción
Lo que hay aquí son los relatos del momento en que todo
cambió
Y es para mí... para mi espíritu la firme promesa de no
olvidar”
-Pez, “De cómo el hombre perdió”-
“Casi casi nada me resulta pasajero, todo prende de mis
sueños
y se acopla en mi espalda y así subo muy tranquilo la
colina de la vida”
-Leon Gieco , “La colina de la vida”-
(Todos los
nombres/personajes del siguiente escrito son ficticios, con el fin de proteger
la identidad de los mismos. Cualquier similitud con la realidad es pura
coincidencia)
Hacer una crónica de un ascenso en montaña no es el hecho más original
del mundo. Miles lo han hecho y miles más lo harán, para plasmar quizá algo de
eso que trasciende la experiencia y genera la imperiosa necesidad de compartir lo particular de la vivencia.
Lo que se significa y representa se expresa de forma similar a un
sueño. Por un lado, el contenido manifiesto, que es aquel que está situado en
el nivel del símbolo, mientras que el contenido latente se sitúa en el del significado.
El contenido latente sería, entonces, la verdadera experiencia sostenida en los
deseos y vivencias. De más está decir que lo aquí retratado engloba lo simbólico
de lo vivido, ya que el verdadero significado todavía se encuentra en
elaboración.
Fuimos siete pero debimos haber sido ocho. Irónicamente, en muchos
momentos lo fuimos y ya se darán cuenta por qué. El Polaco–el guía- nucleó a
seis individuos con características heterogéneas: Evo y Eva, una pareja mayor
con un universo paralelo con validez interna; el Champion, un músico y ávido
lector; Lacho, un técnico en electricidad y devenido recientemente al
vegetarianismo; Maru, psicóloga curiosa con un temple de acero y Matt, quien
escribe –o al menos intenta- estas líneas.
La experiencia de cargar todas tus pertenencias en una mochila durante
los cinco de días de travesía es una de las cosas más difíciles del mundo.
Acostumbrados a tener accesibilidad full time de las “necesidades” básicas, el
seleccionar lo elemental de lo accesorio puede generar largas diatribas
internas. Ropa, comida, utensilios, protección, divertimento, etc.; son algunas
de las cosas que cargaremos en nuestra espalda, con la impresión de ser pocas
pero con la sensación de ser muchas.
Opuestos. Ambivalencias. Extremos. De eso se trata la montaña. De eso
se trata una travesía.
De haber sabido que caminaría 50 kms en terreno desigual, vadeando
arroyos, abriéndome paso entre plantas con espinas, soportar 33 grados de calor
durante el día y 5 grados de frio durante la noche, ¿hubiera aceptado?
Los primeros momentos son de evaluación y organización: del terreno,
de la comida, de los subgrupos que se armarán, de las personalidades y de los
preconceptos. Todo, siempre, es relativo.
Por una cuestión gregaria intrínseca en el ser humano, buscamos la
empatía. Intentamos congeniar con nuestros pares apelando a los puntos en
común. Utilizamos nuestros recursos sociales para aprehender de los otros,
promoviendo la grupalidad sin perder la individualidad.
Una de las primeras verdades que impone una experiencia de este estilo
es desarrollar lo que se denomina “plasticidad”. Es decir, adaptarse a las
situaciones y no viceversa. Lo planeado que forma parte de nuestra rutina se
desvanece al primer paso sobre la piedra y el tiempo deja de medirse con
relojes convencionales: lo largo puede ser corto y lo corto durar una
eternidad. Los opuestos no se excluyen sino que coexisten en una armonía que
resulta, al principio, un tanto confusa.
El Polaco se caracteriza por englobar estas características: parco y
conversador, serio y gracioso, amable y tosco, paternal y filial. Mayormente
dominaba esos extremos, y se posicionó como un líder en sentido amplio pivoteando
entre tres fases marcadas: a veces democrática, otras autoritaria y mayormente
en el “dejar hacer”.
Cada uno de nosotros encarnó un rol. Champion funcionó como el
portavoz y el motivador en momentos de crisis. Su tipo de humor disruptivo,
espontáneo y absurdo generó una empatía instantánea hacia él. Lacho, por su
parte, resulto ser el chivo emisario, cumpliendo el rol del que lleva y trae
información, el que genera alianzas (a veces positivas, a veces negativas), y
en casi todo momento se ubico como dinamizante en el grupo. Evo y Eva
(imposible nombrarlos por separado) funcionaron como los chivos expiatorios,
asumiendo el rol asignado por el grupo de ser los depositarios de todo aspecto
negativo grupal: Evo, por ser el "experto" que intentó repetir -y
mejorar- la experiencia, amparado en su parquedad no pudo soportar no ser el
líder que imaginó ser y decidió excluirse. Eva, lesionada por una caída durante
la primera noche de acampe, no pudo imponerse ante la crítica y la mirada
inquisidora de su pareja. Fueron los que cargaron con la culpa colectiva, sin
ser materialmente culpables.
Maru funcionó como la mediadora grupal, logrando adaptarse a las dinámicas
y opiniones encontradas. Con mucho amor propio superó su tendencia a la
sobreadaptación, estando atenta al detalle e, incluso, pudiendo relajarse en
varias ocasiones. No obstante, siempre ofició como la mirada crítica o la voz
de la conciencia.
Yo, por mi parte, intenté combatir mis demonios, analizando las
situaciones y las reacciones de mis cofrades. No pude empatizar con Evo y Eva,
y, lamentablemente, tampoco lo intenté. No quise forzar nada y terminé haciendo
lo mismo que critiqué de ellos.
La sucesión de hechos vividos dista de ser objetiva. Por el contrario,
pese a estar los siete en el mismo lugar y tiempo, lo que cada uno vivenció
apela a la subjetividad más profunda. Las reflexiones, las impresiones, las
dudas y los miedos, aquello de lo que cada uno se venía escapando y con cuántos
demonios luchó para estar allí es algo irreproducible en lenguaje escrito. Por
el contrario, sí se hicieron presente en miradas, en risas y en gestos
cómplices. Por más raro que parezca, no hace falta mucho tiempo para conocer la
esencia de una persona. Sin distracciones mundanas, sin conexión Wi-Fi, sin
redes sociales ni televisión, los intereses humanos se reducen a la mínima
expresión: comer, beber, y descansar. También contemplar y reflexionar.
Reflexionar sobre como desviamos el camino gracias a las distracciones antes
mencionadas, o sobre lo pequeños que somos ante la inmensidad de una montaña o
ante el cauce de un rio caudaloso. Demasiado insignificantes ante una
constelación de estrellas que impacta por su brillo. Demasiadas preguntas que,
asumo, cada uno de los participantes se
irá respondiendo con el paso del tiempo y el análisis de lo vivido.
(Ph: Matías Sosa) |
Recuerdo patente las risas, ya que hubo muchas y de muy diversa
índole: al contar un chiste, al encontrar agua para beber, al lograr prender un
fuego, al terminar de llenar el estómago con comida tras una larga jornada de
caminata. También hubo de las otras, aquellas que ya no aparecen muy a menudo,
quizá debido al trajín diario.
Recuerdo los “gracias” y los “de nada”.
Recuerdos y más recuerdos, y miles de imágenes que se disparan en mi
mente.
Recuerdo la cara de Lacho al sumergirse en una olla de agua natural de
deshielo. El brillo y la alegría de sus ojos haciendo sonoras burbujas con su
boca.
Recuerdo la cara del Champion cuando nos hacia reír con sus chistes y
cuando esperábamos, tras el silencio, sus acotaciones.
Recuerdo la expresión de orgullo de Maru al verse capaz de superar
obstáculos que difícilmente hubiera imaginado.
Recuerdo a Eva sufriendo por el dolor tras una infantil caída,
exigiéndose hasta el límite de sus posibilidades por no defraudar a su pareja,
al grupo y sobre todo a ella misma.
Recuerdo a Evo, enfrascado en su mundo, viviendo un viaje aparte,
quizá disfrutándolo o quizá no. Recuerdo al Polaco, escrutándonos a todos,
observando las dinámicas con sus ojos verdes, durmiendo a la intemperie y dando
a entender que ahí, en la montaña, se puede encontrar la comodidad y un lugar
en el mundo.
Me recuerdo a mí, despreocupado, procurando solamente que mi compañera
estuviera cómoda, intentando absorber todo lo que la experiencia me ofrecía.
Muchas veces sin lograrlo.
Recuerdo la cara de “Cocono”, el poblador que nos abrió las puertas de
su casa, y sus mates, tan necesarios y amigables que convocaban a la charla y
al intercambio de experiencias.
También recuerdo al octavo pasajero. Una especie de álter ego llamado
por el grupo como “Don Ricardo” que funcionó a muchos niveles, ya sea como
inspirador, motivador, como la voz de mando que nos despertaba y nos
desperezaba. Nosotros depositamos en él nuestras sombras y nuestros miedos. Y
él hablaba a través nuestro con su voz grave y sentenciosa. Nos preguntaba
retóricamente y nos llamaba de maneras graciosas, haciendo alusión a nuestra
calidad de “huérfanos descartables”
Cuando te encontrás en la
montaña con la montaña, se
experimenta un respeto. El mismo respeto que sentimos hacia nuestros padres
cuando somos niños. Uno es pequeño y ellos, a nuestra mirada, son gigantes. La
montaña, al igual que nuestros padres, nos permite transitar, nos enseña a abrir
nuevos caminos y forjarnos en la experiencia, nutrirnos con los que nos ofrece.
Nos hace sentir finitos ya que ella estuvo allí desde mucho antes que nosotros
y continuar estando una vez que hayamos partido. La montaña hace aflorar lo
mejor y lo peor de uno mismo. Dejo en cada uno catalogar a su preferencia. No
en vano la literatura simboliza la sapiencia y el conocimiento con ascender una
de ellas. El Champion, concienzudamente, lo recordaba a cada minuto tarareando la
frase “el sabio subió a la montaña” con una inflexión de voz que agregaba dramatismo
a la situación.
Pero ¿Y nuestro destino? Más allá de reafirmar el gastado dicho que
“la meta es el camino”, nos dirigimos todo el tiempo hacia arriba, hasta
alcanzar un cerro denominado “plataforma”. Nunca sabré si era una montaña o la
superficie lunar. Nunca supimos si estábamos en la tierra o en el cielo. Otra
vez los extremos que gustan unirse. Un paisaje embriagador que sería el lugar
elegido para realizar un festival de artes interplanetario; de difícil acceso,
sí, pero totalmente justificable. El haber llegado hasta allí luego de caminar
infinidad de pasos por todas las superficies imaginables, representó una
especie de bautismo. En él, nos posicionábamos en una plataforma de despegue
hacia nuevos rumbos y estados de conciencia, lanzados a la vida como un dulce
nexo eterno.
Todo esto y mucho más quedará grabado en la memoria, en la personal y
en la colectiva de aquellos que vivimos la experiencia. Y seguramente dejará
una huella en las respuestas (o preguntas) que fuimos a buscar. Si supimos encontrar
lo que perdimos o si logramos evadir aquellos de lo que nos escapábamos, sólo
el tiempo lo dirá.
Siempre me pregunte lo que sería vivir una experiencia de esta clase.
Lo que sentiría, lo que pensaría, con quien lo compartiría. Y nuevamente, se
presenta la pregunta del principio: “De haber
sabido que caminaría 50 kms en terreno desigual, vadeando arroyos, abriéndome
paso entre plantas con espinas, soportar 33 grados de calor durante el día y 5
grados de frio durante la noche, ¿hubiera aceptado?”
Sí. Definitivamente sí.
-Matt A. Hari-