(Foto: Gastón Marin / https://www.flickr.com/photos/gmarin/)
Mi cerebro es la clave que define mi mente libre
Harry Houdini
El cambio es lo único que permanece en el tiempo,
incondicional.
Ciro Pertusi
La relación entre la mente y el
cerebro ha desquiciado a su vez la mente de muchos filósofos, físicos,
neurólogos y neurofisiólogos. No es novedad que nuestra mente y cerebro están
íntimamente ligados, que uno precede al otro y que plantean diferencias tópicas,
estructurales y funcionales. Una de las
principales funciones del cerebro es promover la supervivencia. El dilema
cerebro-mente se refiere estrictamente a la relación entre el cerebro y los
diversos estados de conciencia, los cuales son susceptibles de ser explorados
por ciencias varias. Lo que no se puede abarcar en su totalidad es la relación entre
el cerebro y la cantidad de información acumulada en la cultura, ciencia y
tecnología; ya que, después de todo, la
información presente en cada individuo es única, subjetiva y variable.
Nuestro cerebro es un órgano
biológico-físico de nuestro cuerpo que reside en la cabeza (en el cráneo) y se
compone de unas mil millones de neuronas. Es allí donde todo el proceso del
sistema nervioso central del cuerpo ocurre y donde se controlan todas las
funciones del cuerpo, así como el procesamiento de toda la información que
proviene de los cinco sentidos (visión, audición, olfato, gusto, tacto). Funciona, análogamente, como el procesador de una computadora y al igual
que todos los órganos del cuerpo físico, su área y peso son medibles. Es táctil y concreto
Por otra parte, la mente no tiene
un límite de tamaño, así como tampoco un peso y un área específica. A decir
verdad, no es un órgano físico, sino “etérico”.
No obstante, aunque no exista sin lo físico, no se reduce a él. Podríamos
decir, a grades rasgos, que el cerebro se ocupa de la cantidad mientras que la
mente de la calidad de la información.
Aunque debe haber algún límite físico relativo
a cuánta memoria puede el cerebro almacenar, aún así, es extremadamente grande.
No deberíamos preocuparnos por quedarnos sin espacio a lo largo de nuestra
vida.
El cerebro humano está formado,
como dijimos, por una cantidad exuberante de neuronas. Cada neurona crea unas
1.000 conexiones con otras neuronas, lo que asciende a más de un billón de
conexiones. Si cada neurona sólo podría almacenar un solo recuerdo, la falta de
espacio se convertiría en un problema. Transitaríamos nuestra existencia sólo con
unos cuantos gigabytes de espacio de almacenamiento, similar al espacio de un
iPod o de una unidad flash USB. Sin embargo, las neuronas logran combinarse de
modo que cada una contribuye con muchos recuerdos a la vez, aumentando de
manera exponencial la capacidad de almacenamiento del cerebro a algo más
cercano a 2,5 petabytes (1 Pb= 1 millón de gigabytes). Por comparación, si su
cerebro funcionara como un grabador de vídeo digital de un televisor, los 2,5
petabytes serían suficientes para almacenar tres millones de horas de programas
de televisión. Esto equivaldría a decir, que tendríamos que dejar el televisor
funcionando continuamente durante más de 300 años para agotar todo lo
almacenado. Menudo experimento.
La capacidad de almacenamiento
del cerebro para memorizar es un tanto difícil de calcular de manera exacta. En
primer lugar, no sabemos cómo medir el tamaño de una memoria. En segundo lugar,
ciertos recuerdos participan de más detalles -y por tanto ocupan más espacio- y otros recuerdos se olvidan o reprimen, lo
que equivaldría a la liberación de espacio. A su vez, también hay algunas
clases de información que, simplemente, no es de utilidad recordar.
Esto representaría una buena
noticia, porque nuestro cerebro se adapta a medida que buscamos nuevas experiencias a lo
largo de nuestra vida. Ahora bien, si la
vida humana se alargara de manera significativa en un futuro ¿podríamos llenar nuestros cerebros? Si la
complejidad de estímulos reales y virtuales se potenciara, ¿podremos retener y
almacenar esa información de manera eficaz? Tampoco estamos seguros. Pero
podríamos preguntarnos de nuevo dentro
de cien años.
Aquí es donde tiene particular
peso el funcionamiento de la mente como optimizadora de las potencialidades del
cerebro. Sabemos que necesitamos cambiar en ocasiones, para mejorar, para ser
más felices, para tener una vida más plena. Pero nos resistimos a ese cambio,
sin darnos cuenta de que, a pesar de todo, el cambio es constante. Aunque
intentemos evitarlo, el cambio entrará en nuestra vida, y no hacer nada no
evita nada. Sin embargo, iniciar el cambio desde nosotros mismos de manera
voluntaria nos permite adaptarnos de una manera más consciente al mismo.
El problema al que muchas veces
nos enfrentamos es a que los cambios llegan de manera inesperada y no nos gusta
la nueva situación. Pero evitarlo no evita que ocurra.
Las cosas son como son, la vida
viene como viene, y hay que adaptarse. Evidentemente, no es lo mismo cambiar de
ciudad que perder el trabajo, o incluso perder a una persona clave. Pero, en
cualquier caso, hay que buscar la manera de acomodarse, de cambiar el punto de
vista, de acomodarse mentalmente a la nueva situación. Así, podremos hacer lo
necesario para vivir esa nueva experiencia. Cada vez que haya que hacer
cambios, estos traerán nuevos conocimientos y aprendizajes, que nos ayudarán a
crecer como personas, aumentará nuestra sabiduría
y nuestra fuerza. Pero hay que dejar que ese cambio nos inunde para obtener un
crecimiento acorde a nuestra potencialidad.
El descubrir nuevas ideas, encontrar nuevas metas y desarrollar
nuevos valores trae aparejada una plasticidad neuronal que habilita múltiples
conexiones en un proceso de asimilación-adaptación que preparará el terreno
fértil donde poder plasmar nuevos objetivos. Cuantos más cambios tengas que
hacer en tu vida, por consiguiente, más fácil te resultará asumirlos. Como
resultado, serás cada vez más flexible y cada vez te costará menos adaptarte y
cambiar, lo cual será menos traumático.
Las cosas no mejoran por sí mismas si no
cambiamos algo. Existe el riesgo de estar peor, sí, pero sigues teniendo la
oportunidad de cambiar de nuevo, aprovechando lo aprendido de la experiencia.
En cualquier caso, sin cambio no hay mejora. Como hay infinidad de procesos
cerebrales y mentales que desconocemos, el no afrontar situaciones nuevas o
diferentes hará que no podamos valorar adecuadamente nuestras capacidades,
impidiendo así que nos familiaricemos con ellas.
La resistencia al cambio está
motivada, entre otras cosas, por sentimientos de inseguridad y debilidad. Todos
los cambios implican salir de la zona de
confort, una zona que nos ofrece la falsa seguridad de que todo está bien.
En el fondo, aferrarse a esta zona de confort es un síntoma de miedo. Con seguridad alguna vez hemos escuchado el
dicho popular “más vale malo conocido que bueno por conocer”; Frase que nos da una idea
de lo limitante que puede llegar a ser esta zona de confort y de lo negativa que se hace la existencia si a
lo único a lo que aspiramos es a no estar peor de lo que ya estamos.
El cambio es oportunidad,
adaptación, novedad, flexibilidad, motivación, movimiento.
La pregunta es: ¿seremos dentro
de 100 años igual que lo somos ahora?
Es probable que no, pero si no empezamos a
cambiar y a mover las fichas del juego desde ahora quizá en cien años nos
preguntemos lo mismo.
-Matt A. Hari-