Tiempos difíciles

De lo que tengo miedo es de tu miedo.
William Shakespeare

Mañana de domingo gris y Esteban yacía en la cama jugando con los botones del control remoto del televisor. Miró la hora. Eran las 9:16 a.m. Despabilándose tanteó la mesa de luz ubicada junto a la cama en busca de sus cigarrillos pero no tuvo suerte. Nervioso, se incorporó a buscar el atado que creyó dejar en el bolsillo interno de su sobretodo, pero en el trayecto recordó que se le habían caído anoche al subir al taxi. Tras maldecir profusamente, tomó de encima de la mesa unos billetes sueltos y se abrigó dispuesto a salir en busca de un quiosco abierto. Forzando la llave de la puerta de calle se dio cuenta de un pequeño detalle: era domingo. 
Ese día significaba para él mucho más que para cualquier otro mortal; un domingo, hace exactamente un año atrás, había sufrido un infarto tras haber sido asaltado por dos malvivientes a la salida de su casa. Lo amenazaron con un revólver calibre 22 y gatillaron dos veces sobre su cabeza pero las balas se negaron a salir. Ese día no sólo había perdido unos pocos billetes, también había perdido parte de su todavía joven corazón. No le fue fácil olvidar el hecho: palpitaciones, sudor frío, ideas de muerte y todo aquello que precede a un ataque de pánico. Ansiolíticos mediante, más un poco de terapia cognitiva de la costosa, lograron que pudiera continuar una vida medianamente normal.
Respiró hondo tres veces cuidando de no sobre-oxigenarse y pensó en la bolsita de madera que reducen la ansiedad en las películas americanas. La imagen le causó gracia y le devolvió de a poco la compostura. Bajó las escaleras contando los escalones, mientras pensaba en las palabras de su médico que le imploraba ejercicios matutinos todos los días. Rió al pensar en que nunca los había hecho.
Al abrir la puerta de calle, una ráfaga de viento frío le caló los huesos haciéndolo tiritar. Apenas se encontró afuera miró varias veces hacia ambos lados hasta cerciorarse que nadie más que él estaba allí. 
Después de todo no estaba para correr riesgos gratuitos.
Se dirigió hacia el quiosco del hospital, aquel que tenía un slogan (o lo que quedaba de él) en la marquesina que rezaba “Abierto los 365 días del año”. Sabía que no más de ciento cincuenta metros lo separaban de él y que podría, de un solo esfuerzo, lograr dos objetivos: conseguir sus bien amados cigarrillos negros y evitar una estadía innecesaria en ese campo de guerra que para él se había convertido la calle. 
Caminó derecho y sin mirar atrás, como un rehén tras ser liberado de un secuestro extorsivo. Saludó con la cabeza a una vecina de la vuelta que regaba unos geranios marchitos y que religiosamente baldeaba la vereda, incluso los días de lluvia. “Neurótica”, pensó para sus adentros.
Una vez en el negocio, se apuró por traspasar la puerta. Se encontraba helado y con la cara insensibilizada por las ráfagas de aire que azotaron su integridad. Nunca le había gustado el invierno. Pidió lo de siempre y se permitió la tentación de comprarse dos chocolates de su marca favorita. Los comía con culpa ya que su abuela le regalaba docenas de ellos cuando era chico, todas las veces a espaldas de sus padres. Siempre había tenido problemas de caries y debido a su oscura tentación hoy lucía tres implantes dentales y dos coronas de mala calidad.
Pagó justo y aspiró profundo, como dándose valor para dejar la tienda y salió.
En su frenesí por llegar a su departamento, le pareció ver tres hombres que lo miraban fijamente. Su respiración se paralizó y lo invadieron imágenes pasadas que le reavivaron el trauma que tanto trabajo y dinero le había costado superar. Comenzó a pensar compulsivamente y a decidir qué hacer: si cruzaba, resultaría sospechoso y llamaría la atención de sus posibles captores; si pasaba junto a ellos, les facilitaría la tarea. Dudando entre una y otra posibilidad (sin contar una tercera, que era salir corriendo despavorido y gritando calle abajo) optó por cruzar la calle de la manera más natural que pudo hacer.
Por el rabillo del ojo vio que uno de ellos comentaba algo a los otros dos y los tres asentían. Sin dudarlo, apuró la marcha con la finalidad de evitar una posible trampa. El aire frío le cortaba el aliento y las hojas se arremolinaban a su alrededor producto del viento y de su paso, que a esta altura se asimilaba a un trote.
Decidió no mirar atrás pase lo que pase.
Escuchó sus voces a lo lejos como ecos que penetraban en sus oídos, y se figuró imágenes monstruosas, todas ellas con un final trágico. Se vio golpeado, insultado, amenazado, robado, violado por tres cobardes fruto del sistema. Imaginó lo peor que podría pasarle. Maldijo entre dientes su florida imaginación.
De repente, escuchó un silbido. Era un silbido largo y agudo que parecía llamarlo hacia su inminente destino. Se negó a aceptarlo y continuó su marcha, inmutable. 
Nuevamente volvió a escuchar las voces, está vez más cerca acompañadas por otro silbido un tanto más leve. Sentía el pánico brotándole por los poros y su corazón irrigando sangre como una bomba hidráulica.
En un instante que le pareció una eternidad, sintió que le tocaban la espalda. Fue mucho para él. 
Se llevó la mano al pecho, en un intento por contener ese corazón que ya se encontraba dañado. Lo sintió latir, primero muy fuerte, hasta ir disminuyendo ese fulgor que se apagaba como una vela en una torta de cumpleaños. Se vio caer lentamente, como en una película europea.
En un último intento, se esforzó por ver las caras de sus verdugos, quienes, casi sin desearlo, habían terminado con su malograda vida. 
No había nadie detrás de él ni tampoco adelante. Lo único enfrente de sus ojos eran tres hojas secas, que el viento invernal sopló como una flecha, surcando el aire con un silbido. Una flecha imaginaria que se clavó, certera, en su corazón ya cansado de tanta incertidumbre.


M.S

Las distancias



El silencio separa más que la distancia.
Anónimo
La distancia no es razón para llorar, sino para tener algo porque vivir.
Anónimo

Será que la física no es para todos y la química una suerte de magia, pero las distancias no deberían medirse en centímetros, leguas ni kilómetros. Deberían hacerse en palabras, en gestos y en el espacio que queda entre lo dicho y lo hecho. Entre el todo y la nada. Por más cerca que nos creamos y por más lejos que nos evitemos, la distancia nunca podrá saldarse, el infinito no tiene límite ni a mayor ni a menor.
Lo que es hoy quizás no sea mañana, como así tampoco el límite para pensar lo que podrá ser de lo que no fue.
Las distancias no son lineales ni son intervalos de tiempo. El alejarse puede significar un acercamiento y los opuestos un encuentro en las diferencias. . El menos puede ser más y la suma del uno más uno puede dar tres.
¿Qué sucedería entonces al intentar achicar la distancia entre una meta y su objetivo? ¿Entre dos personas? ¿Y entre lo esperado y lo real? Nada que no sepamos. Solo aumentar la frustración de no poder llegar nunca al núcleo. Lo llamativo de todo sería que, incluso si lo alcanzáramos, no sabríamos qué hacer con ese espacio. Irónicamente, esa falta es lo que nos impulsa a continuar buscando con el renovado asombro de un niño aquello que de antemano sabemos que nunca estará allí.
Sea un abismo o un llano, un universo o la proximidad más íntima, siempre existirá ese trayecto imperceptible en el que se depositarán todas las acciones errantes: todo lo que callamos, todo aquello que sabemos y todo eso que pretendemos ser por algo o alguien en ese breve espacio que llamamos vida.


M.S

Sesiones en vivo (XIV), Hoy: Honest John Plain en el Salón Pueyrredón (Argentina) / 13-05-2017

(Foto: LOBO)
¿Cuántas veces en la vida uno tiene la chance de estar parado frente a una leyenda de la música que uno mamó desde chico? ¿Cuántas veces en la vida tenemos la suerte de ver a uno de los que empezó con todo este asunto del punk y nada menos que en el antro más lindo de la ciudad?
Ver al viejo y querido Honest John Plain en el Salón Pueyrredón se asemejó a una especie de fiesta en la cual el agasajado nos rendía homenaje a nosotros, haciendo un repaso de su carrera junto a The Boys, perlitas de su discografía solista y hasta gemas de The Crybabys (otro de sus tantos proyectos). Tener al frontman de “los Beatles del punk” dando lo mejor de sí un sábado a la noche en el reducto de Avenida Santa Fe fue casi un lujo para la logia de los amantes del brit punk 77.
Con las entradas totalmente agotadas y con la capacidad del local a tope, hubo tiempo para disfrutar de un póker de bandas locales entre las que se destacó la impronta oi de Los Mareados, el añejo conjunto street punk de la zona sur, que con fuerza y solidez dejó una muy buena imagen entre los que habían ido temprano a esperar al gran John.
Luego de una breve espera amenizada por los DJ’s del Salón (poder escuchar cosas como Damned, Sham 69, The Jam, siempre es un placer), Mr Plain y The Pibes salieron a escena a demostrar cómo se toca en Argentina el más fino punk británico de los 70s. De la mano de músicos locales de larga trayectoria como Arnold (ex bajista de Tukera y actual Doble Fuerza), Alejo (ex Shaila, hoy aporreando los parches en Mamushkas) y el eterno Juan Paponetti (guitarra y voz de los tandilenses Katarro Vandáliko, y líder de Traje Desastre), la banda sonó afilada y melódica en partes iguales.    
(Foto: LOBO)
Para abrir la noche festiva, la elegida fue “Never listen to rumours” y uno podía sentirse en algún club de Londres disfrutando del power pop punk de Honest. Siguió otro de los clásicos de John, “Monotony”, y al rato “U.S.I.” de The Boys, el primer bombazo de esa larga noche. La genial “I hate my fucking job” dio paso a “Where have all the good girls gone” de los Crybabys, que demostró que el grupo no era improvisado ni mucho menos: la batería potente y llevando prolijamente el ritmo, el bajo era un relojito y una aplanadora cuando era necesario, y la guitarra destilaba un buen gusto envidiable. Nota aparte para Juan y su elegancia, “como salido del Rockpalast de los Stiff Little Fingers” se escuchó decir por ahí…
Promediando el set, una joyita de colección: “New guitar in town”, grabado por Plain y Pete Stride de The Lurkers cuando los 80s empezaban a asomar. Rescatada del olvido por los germanos Die Toten Hosen, hoy es casi un himno del punk rock. Desde el “Punk Rock Menopause” de The Boys, saltó “Punk Rock Girl”, ya un clásico para todos los amantes de este estilo. Para no perder el hilo, desde el infierno mismo soltaron “Kamikaze”, también de la vieja banda de Plain, que sonó perfecta a pesar de la ausencia del saxo que lleva la melodía.
Hubo tiempo para sacar del ropero el “That’s not love” que Honest grabó con amigos allá por 1996, pero la cosa no podía parar y el Salón ya estaba en llamas: ¿qué banda puede darse el lujo de cerrar con una seguidilla de temas como “I don’t care”, “Terminal love” (claro que sí, todos gritando lo de “Knocking on heaven’s door”), “Sick on you” y la bellísima “Brickfield Nights”? Aplausos a granel y la frutilla del postre: nada menos que “T.C.P.” con su implícito homenaje a Ramones (y el punteo coreado por todos) y la inmortal “First Time”, que desató un pogo de considerables proporciones y que dejó un regadero de felicidad en las caras de todos los presentes. 
Desde arriba del escenario llegaron los saludos finales, la promesa de un pronto retorno de Honest junto a los Boys, y la certeza de que no siempre los jóvenes son los que destilan magia. El honesto Plain sabe por lobo, pero en este caso más sabe por viejo.


R.C.   

Brújula


El único hombre que no se equivoca es el que nunca hace nada.
Goethe

¿Dónde está la brújula que nos llevará al lugar donde queremos ir? ¿Dónde se compra y cuánto vale?
Ese artefacto tan diminuto y preciso que indique el camino a seguir y las decisiones a tomar.
Porque al estar entre aguas calmas la voluntad es siempre buena compañera. Pero en un mar embravecido, con olas altas que castigan duro en medio de la tormenta, la claridad y las decisiones nunca van de la mano.
Tenemos miedo, pavor del más puro, de equivocarnos y de chocarnos contra la pared de agua que nos embista castigando la embarcación que nos sirve de escudo. O simplemente soltar el timón y dejar que los vientos nos lleven a su antojo. Cosa que sin duda harán: esa fuerza que nos arrastre hacia tierra firme o hacia una muerte segura.
Pero no nos distraigamos ni olvidemos de la tormenta, esa misma que turba nuestros sentidos y nos azota sin piedad. Es una suerte de guerra, despareja, sí, pero donde hay dos oponentes definidos: tres de los cinco elementos envueltos en remolinos de furia. El aire, el agua y la materia se entrelazan en un baile frenético. No obstante, en caso que podamos tomar distancia ante una situación límite, veremos que el castigador y el castigado son en realidad uno. Uno de los dos perecerá; uno dominará y otro será el dominado.
Pero entre toda la sinfonía de estruendos y centellas hay una sola cosa clara: quiero y voy a dar batalla. Contra lo que pienso y lo que siento, contra lo que alguna vez fui, contra lo establecido, contra todas y cada una de las ideas y principios que tuve. Todo volará por los aires.
Pondré a prueba todo lo vivido para entender si vale la pena seguir siendo el mismo. Y pensándolo bien, no necesito ninguna brújula que me dirija ni un guía que me dé órdenes. Me toca a mí elegir si seré el capitán de mi naufragio, si haré soltar los botes y dejar que mis ayudantes abandonen la nave antes que yo. Ya no necesito timón, ni resguardo, ni coraza. Ni siquiera necesito el barco. Porque al fin y al cabo yo soy la tormenta que se prepara majestuosa para la confrontación conmigo mismo frente al espejo; yo versus yo, la razón y el deseo, lo correcto y lo incorrecto, el ayer y el mañana.
Uno de los dos morirá y espero con optimismo no ser yo. Pero la sentencia está escrita: incluso si logro ganar una parte de mí habrá muerto y ese vacío nunca estará completo otra vez.


M.S

Los Andes “Obras cumbres” o la quimera hecha canción.

Todo amante de la música sabe con certeza lo difícil que es escribir una buena canción. Y cuando me refiero a ello no solo hablo de pe...