Finalmente, el día había llegado. Se revolvió en la cama y abrió sus ojos con una ansiedad inusitada. Pensó en voz alta: «días como hoy se dan una sola vez en la vida». No prepararon nada especial para aquella noche, salvo una abundante cantidad de comida como intentando suplir otras carencias. Aquello no le importó en absoluto. Tampoco se vistió de manera especial: una remera blanca, una camisa azul y un pantalón haciendo juego.
Al llegar el primer invitado, se incorporó de inmediato, saludándolo discretamente pero con disimulado interés. Sonrió vagamente y esperó que su interlocutor rompiera el hielo. Casi sin respiro, el recién llegado preguntó:
- ¿Estás seguro de querer esto?- dijo rascándose la cabeza. ¿No sería mejor algo un poco más elaborado?-
-No, respondió secamente. –Me parece lo más apropiado- agregó. Además prefiero algo que me sea útil y pueda usarlo más adelante.
Con un gesto de desconcierto, el invitado interrogó nuevamente:
-¿Lo mismo de siempre?-
-Sí, como siempre. No hace falta cambiarle nada.
Resignado, se encogió de hombros y se acomodó para empezar el relato.
“Hubo una vez, un joven príncipe que, sentado a la vera de un río en la afueras de su comarca, meditaba sobre su futuro. No podía sentir más que incertidumbre ya que todo su reino se veía diezmado por las fuerzas opositoras, quienes amenazaban constantemente la prosperidad y tranquilidad de sus habitantes. Su padre, el rey, se encontraba postrado en cama muy grave debido al paso de los años y a una horrenda tuberculosis que lo castigaba hacía casi dos meses. La reina, había perecido por la misma enfermedad un tiempo antes sin poder despedirse de su hijo, hecho que marcó al apuesto príncipe de forma inimaginable. Desde ese momento, toda decisión importante recaía sobre sus hombros, al igual que dos arcas llenas de plomo.
Nuestro príncipe se encontraba, además de resignado, muy afligido por el presente inestable que le tocaba vivir, pero aún conservaba aquella fuerza interior y ese fuego en la mirada que todo joven guarda en sus entrañas. Invadido por recuerdos y sensaciones de experiencias inconclusas, dejó caer una gruesa lágrima que se hundió rápidamente en las vivas aguas del río.
A punto de quebrarse en un llanto desconsolado e impotente, vio acercarse a un viejo mendigo que entonaba con voz aguardentosa una vieja tonada de los juglares, levemente irreconocible por su dicción no lega.
A pesar de creer no haber sido visto por el mendigo, nuestro príncipe se sorprendió al verlo sentado junto a él, lavándose las manos llenas de sabañones. El príncipe, conmocionado por la falta de educación del mendigo, le dijo:
-¿Cómo osas sentarte al lado de tu majestad sin pedir permiso de plática? –preguntó duramente.
- No creo que seas dueño también de las aguas que dividen tu reino con el de Federico VII-, respondió el mendigo burlonamente.
-No, pero espero ser tratado con respeto tanto en mí reino como en cualquiera que ose visitar- profirió altaneramente.
-No tengo dudas de eso, pero al veros en esta situación tan comprometida pensé en que os interesaría que le aclare, aunque sea un poco, sus tormentos.
-No me llame a la risa, insensato- gritó burlonamente el príncipe. Si de alguien necesito consejo es de la providencia, y no de un octogenario decrépito.
-¿Y acaso crees que la providencia os salvará de vuestro irremediable futuro y de vuestro estéril desenlace?- replicó el anciano.
-Ya lo creo. ¿Quién sino? –dijo vehemente.
El anciano mostró un gesto de resignación al mismo tiempo que buscaba en su viejo morral una hoja y una carbonilla. Sin pausa, anotó unas palabras en una hoja amarillenta. Doblo el papel a la mitad y se lo entregó al príncipe. Rápidamente, se incorporó y de dos zancadas se alejó de su lado vociferando irónicamente: -ahí tienes la respuesta de la providencia, mi estimado príncipe, ahí tienes la respuesta de la providencia...
Ofendido, el príncipe se dispuso a tirar el papel pero sintió incertidumbre acerca de su contenido. Lentamente, abrió el papel y pudo leer una frase escrita con muy fina caligrafía:
“Un príncipe no es príncipe por voluntad divina, sino por que sus padres hicieron el amor divinamente”.
El príncipe, absorto ante lo que veían sus ojos, quedó atónito mirando el correr del agua. Pensó en lo que había vivido, en lo que le faltaba por vivir, en las cosas que hizo y en las que nunca haría. Finalmente, y a pesar del dolor que sentía, sonrió satisfecho. No sólo aceptó su finitud en términos terrenales sino que, además, comprendió que la Providencia no podría cambiar nada de lo que había hecho durante su corta pero intensa vida.”
-Gracias- dijo. Es el mejor regalo que me podrían haber hecho.
-De nada- respondió el carcelero.
Las luces se encendieron y la puerta se abrió. Las esposas puestas y la custodia preparada. Un paso tras otro marcaban el largo camino que debía seguir para llegar a la camilla que oficiaría de escena del crimen y lecho de muerte a la vez.
Una inyección calmaría su dolor de la misma forma que él apagó la vida de aquellas víctimas inocentes. Sin embargo algo los unía: la Providencia nunca es justa para nadie.
M.S