El valor espera; el miedo va a buscar
José Bergamín
No éramos más que siete. Ocho, teniendo en cuenta a
la señora que llegó en una camilla hace unos instantes. Nos acomodamos como por
inercia, la mayoría sentados y alguno que otro permanece de pie, como con ganas
de abandonar pronto el lugar.
Todos estamos allí por algo. Todos tenemos problemas
y todos tenemos prisa.
El calor es sofocante y el aire viciado que sólo se
interrumpe por una brisa fugaz que proyecta un ventilador de pared. Algún
murmullo, alguna tos seca y algún que otro suspiro, son los únicos sonidos que
se escuchan. El ventilador funciona como un director de orquesta que marca el
ritmo de la sala de espera.
Todos habíamos oído algo de la epidemia que los
medios de comunicación habían informado. Nunca sin carteles alarmistas ni
letras mayúsculas. Inconscientemente cada tosido hace que los ojos de los otros
se muevan rápidamente en la dirección del sonido. Una mueca de molestia y
desagrado se dibuja en los rostros.
Nadie sabe el motivo de la consulta de la persona
que tiene al lado y tampoco desea saberlo, porque quizás confirme los que más
de uno supone.
Un joven transpira profusamente, no sabemos si por
el calor o por la fiebre. Quizás ambas. Una niña se rasca unas llagas sin parar
mientras que su madre le golpea la mano disimuladamente para interrumpir el
movimiento. La pequeña amaga a quejarse y la señora refuerza el gesto de reprobación.
La anciana ubicada en la esquina se encuentra con
los ojos entrecerrados y realiza pequeños cabeceos de forma secuenciada.
Solo pasaron diez minutos pero se sintieron como un
siglo. Un señor se levanta abruptamente de su asiento y comienza a caminar
alrededor de una mesa escrutando las
caras de los demás, como si buscara saber el motivo por el cual están allí. Quizás
solo quiera una mirada cómplice que le dé asidero en la tediosa espera.
La atención no es por turnos sino por orden de
llegada, pero lamentablemente no creo saber quién está primero y cuál es el
orden a seguir, aunque lo intuyo.
Se escuchan ruidos desde adentro del consultorio y
ocho pares de ojos apuntan hacia la puerta.
El picaporte gira y aparece la secretaria. Observa
nerviosamente a la consulta y se dirige rápidamente hacia la recepción. No
llama la atención ni por su belleza ni por cómo viste. Sólo resultó un tanto
intrigante que llevara puesto un barbijo.
No fue difícil evocar la secuencia: sala de espera,
gente enferma, barbijo, epidemia y propaganda por TV. Sólo nos saca del estupor
el golpe de la puerta al cerrarse y cada uno vuelve a la rutina del escrutinio:
qué enfermedad tendrá la persona de enfrente, qué provoca el picor y qué la
tos. Y más aún: en caso que así sea y aquello que la televisión cuenta sea
verídico, lo importante sería saber si ya estamos contagiados; y de estarlo,
saber si existe una cura para la pandemia (¿Cuándo se transformó en una
pandemia?) que acecha en el aire.
No creo saber cuánto tiempo pasó ni qué piensan los
demás de mí. Yo ya he hecho mis conjeturas y creo no ser el único.
¿Será la niña? ¿La señora que dormita? ¿El hombre
canoso que respira entrecortadamente?
Descarté el ser yo, ya que el leve malestar en la
garganta no forma parte de los síntomas descritos por el noticiero.
Antes que pudiera elaborar otra hipótesis, un grito
corta el diálogo interno:
-¡Abran ya de una vez! ¿¡Por qué no me…nos dicen que
tenemos?!
Al instante de decirlo, el hombre se dio cuenta que
se había expuesto demasiado y quiso arreglar la situación.
Las acusaciones no se hicieron esperar. Tampoco la
corroboración de las conjeturas. Muchos “lo sabía” y aún más “se notaba”. Una
adolescente sale corriendo presa de la desesperación; la señora con la niña en
brazos comienza a golpear la puerta y la anciana de la camilla que antes dormía
ahora llora profusamente. En un intento por mantener la calma decido pedir
silencio pero sólo recibo insultos y miradas de odio. El griterío va en
aumento y la desesperación ya es incontrolable.
De repente la puerta se abre y un haz de luz brotó
por el canto. El silencio es sepulcral. Todo es expectativa.
El médico se apersona adusto en la puerta. Lleva un barbijo puesto y los ojos inyectados en sangre. Suda copiosamente y se
ve muy desmejorado a cómo lo recordábamos.
Al querer bajarse el barbijo para hablar, debe sostenerse de la puerta para no caer al suelo. Finalmente, con un estertor se desploma ante la mirada atónita de todos.
Una vez escuché decir que una paranoia siempre tiene
algo de verdad.
No fuimos la excepción.
Matias Sosa