Foto: Gastón Marin
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Me hallaba sentado en mi silla
predilecta. No tengo sofá, ya que me parecen pedantes y pomposos. Leía e
intentaba pensar una idea que lograra contener mi poca capacidad para dominar
mis auto-proyecciones mentales. La tarde se volvió noche de forma tan repentina
que el café que me había servido minutos antes todavía estaba caliente. Sonó el
teléfono.
Una, dos, tres y cuatro veces. No
estaba para nada ni nadie, volvió a sonar.
-¿Hola?- Pregunté, titubeante.
Se escuchaba un ruido sordo, como
si viniera de muy lejos, que ganaba intensidad. Entre jadeos y resoplidos una
voz replicó: -Ya llegué.
Di un respingo y el sobresalto
hizo endurecer mi pecho y ponerme erguido al instante. No sabía si cortar la
comunicación o seguir inmóvil junto al auricular. -¿Cómo dice? ¿Q-qué? Titubeé.
Aquella persona, haciendo caso
omiso de mi confusión, enuncio tajante: -ábreme, estoy en la puerta.
Como un acto reflejo solté el
teléfono, que se estrello sin gracia alguna en el piso. Trastabillé con la mesa
en la carrera desbocada hasta la puerta de calle. Mi corazón latía al borde del
infarto y comenzaba a sentir en el cuerpo síntomas claros de ansiedad…de nuevo.
Colocando mi hombro sobre la madera como intentando soportar el embate de quien
sabe qué. Con un esfuerzo sobrehumano por parecer firme y calmado dije: -¿Quién
es?, casi al mismo tiempo en que pensé decir “váyase ahora o llamo a la Policía”.
La misma voz del teléfono –ahora
aun más decidida- volvió a hablar. – Quiero que me escuches sin interrupción
hasta que te diga todo lo que vine a contarte, ¿fui claro?- ordenó.
Silencio. El mío y el de aquello
que estaba afuera.
“Ante todo, me presento: soy el
Sr. Hari. Nos conocemos y a la vez no. Para tu información solo acudo en ocasiones
muy especiales. Esta, creo, lo es.
-¿Cómo lleg…? Intente articular,
cuando fui llamado a silencio.
“Creí decirte que no me
interrumpieras hasta no terminar de hablar ¿hace falta que lo vuelva a
repetir?” El mutismo del otro lado fue
total. Sin demoras, prosiguió:
-Son estos los momentos donde me
llaman, momentos de confusión y hastío, momentos de evaluación y reacción.
Vengo desde muy lejos para convencerte que comiences a hacer lo que hasta hoy
eran excusas. Pero primero tenés que dejarme entrar.- concluyó.
-No, respondí casi gritando. No
lo conozco ni sé que quiere de mí, le voy a pedir que se vaya ahora mismo o voy
a tener que llamar a las autoridades.
-¿Autoridades? ¿Para qué necesitar
autoridades si no puedes tener autoridad sobre tus propios actos? Como te dije
antes, yo solo acudo cuando me llaman y, ante todo, tienes que poder hacerte
cargo de aquello que haces, sientes y piensas. Ergo, si me llamaste, tienes que
dejarme entrar para que pueda darte lo que te traje.
Pese a pensar que todo eso era
una locura y un desvarío, y pese a sentir una agitación y un malestar
generalizado, decidí abrir la puerta y encontrarme con aquello que tuviera que
encontrarme. Tenía miedo, sí, pero ¿me quedaba otra opción, acaso?
No podía girar la llave debido a
la transpiración de mis manos y mi oxigenación superaba los niveles normales,
comenzaba a sentirme mareado y con las extremidades pesadas. El tiempo parecía
vertiginoso y todo ante mis ojos comenzaba a tornarse demasiado ligero… No,
otra vez no, por el amor de…
La llave giró y me así al
picaporte, empujándolo hacia abajo; no
sé si voluntariamente o debido al peso de mi cuerpo próximo de desmayarse. La
puerta se abrió y una fuerza me impacto de lleno, como inflándome desde el
abdomen y haciéndome encorvar como simulando una arcada. El mismo impacto me
empujo hacia atrás de forma violenta haciéndome perder el equilibrio y
aterrizar de espaldas al suelo.
Delante de mí no había
nadie. Confundido, atiné a mover las
cortinas de la ventana para ver si aquella ¿persona? se escapaba, pero al
incorporarme pateé sin querer una caja. Era roja y grande como un adoquín. Todavía
seguía agitado, pero no pude contener el impulso de abrirla. Contenía una hoja
en blanco, una lapicera y una nota. Abrí el lacre del sobre y esto fue lo que leí:
Estimado
Sr. Mathew Alexander Bland:
Nuestro
contrato es, de ahora en mas, intransferible e inalterable. Usted me pertenece
y yo le pertenezco. En otras palabras: ya somos Uno. Puedo ser lo mejor o lo
peor que le haya pasado, eso depende en como utilice el poder que le ha sido
legado. Las condiciones son simples. A saber:
- Debe
comenzar a escribir a diario.
- - Debe
incorporar mi imagen dentro de su ser
Debo
aclararle, como contrapartida, que aquellos síntomas que lo aquejan con
frecuencia remitirán siempre y cuando cumpla con la primera condición del
pacto. De no hacerlo, Usted será responsable directo de lo que pueda suceder
con su existencia.
Espero
no sea necesario volver a acudir a su puerta para recordar la vigencia de
nuestro contrato.
Suyo,
Sr.
Hari
El mensaje era confuso, pero
contundente. Yo ya no soy yo. Y puedo curarme, finalmente, sublimando mis mociones.
-Matt A. Hari-