Microrrelatos (III): Carne de cañón


La libertad es un lujo que no todos pueden permitirse.
Otto von Bismark
Nadie puede ser perfectamente libre hasta que todos lo sean.
San Agustín

Jugaba con mi hermano como todas las mañanas. El pasto nos llegaba hasta los tobillos y el aire acariciaba nuestras extremidades.
De repente, un estruendo corta el aire, seguido por un grito que nos paraliza. Dos hombres sujetan a mi hermano y mientras uno se ríe el otro lo ata con una soga y lo derriba. Grito de desesperación, pero antes de siquiera moverme hacen lo mismo conmigo. Mencionan algo acerca de vendernos y sobre lo bien que pagarían por “su” mercancía.
Con un golpe brusco nos empujan dentro del tráiler de lo que parece un camión junto a otros en nuestra misma situación. Nos miramos intentando encontrar una respuesta lógica sobre lo que nos depara el destino y acaso el por qué nos sucede esto a nosotros. Tras varias horas de recorrido el coche se detiene en un galpón. Se oyen murmullos dentro. Sólo logro distinguir palabras sueltas: algo acerca de un precio de venta y la forma de pago, mientras se escuchan los gritos ahogados de otros con, por el momento, peor suerte que nosotros.
El portón se abre y una luz fuerte nos deja encandilados. Ya no siento el calor del cuerpo de mi hermano, que hasta hacia unos segundos sollozaba disimuladamente a mi lado.
Nos jalan como ganado.
Caminamos por un pasillo largo a golpes y empujones hacia un portón que alguna vez fue blanco. Un haz de luz se cuela por el filo del marco y deja entrever un hombre con una especie de máquina. Distingo la voz de mi hermano que ahora grita y maldice para no atravesar el portal. La soga que lo tiene del cuello se jala fuerte y queda solo la estela de su cuerpo. La puerta se cierra tras él con un estruendo seco y los gritos se escuchan con sordina; tras pocos segundos cesa el ruido que da paso un silencio espectral.
Se huele sangre y muerte en el ambiente. Tengo miedo.
Salgo repentinamente de mi estupor cuando veo pasar a mi hermano (o lo que queda de él) cortado en finos trozos listo para ser vendido por kilo.
Quizá dentro de poco me suceda lo mismo a mí.
Si todavía están leyendo esto, por favor avísenle a mi familia.


M.S

Microrrelatos (II): Terapia

De nadie estamos más lejos que de nosotros mismos.
Friederich Nietzche

Como siempre, llego puntual a la cita. Pienso en lo que voy a decir y en cómo voy a hacerlo. De a poco ordeno los pensamientos que darán paso a las palabras, y me encomiendo a algún dios que me dé el valor para pronunciarlas. Siento el pulso acelerado y la respiración algo entrecortada, pero siempre me sucede lo mismo en este lugar.
Respiro hondo, demasiado quizá, y me dedico a priorizar las ideas. Siento que están listas pero nada sale de mi boca, excepto una bocanada de aire que se confunde con un soplido. Se suceden uno tras otro como si formaran parte de un lenguaje que todavía desconozco. Me mojo los labios una y otra vez casi en un patrón rítmico, como si mi boca estuviera sellada cual portón de hierro. Cuando me advierto próximo a hiperventilar logro serenarme y controlar el flujo de aire poniendo toda mi atención en inspirar y expirar deseando que alguna palabra se deslice hacia afuera casi sin querer: nada sucede. O quizá sí, ya que me siento un torbellino de ideas que se agolpan y molestan entre ellas. Pese a estar relajado pareciera como si me estuviese moviendo con un balanceo cansino. Trago saliva por última vez y me fuerzo a terminar lo que empecé -por algo estaba allí-, pero cuando un parpadeo irregular me saca de la diatriba interna en la que me encontraba, caigo en la cuenta que ya llevo corriendo más de media hora y me detengo como en cámara lenta.
Creo que es todo por hoy, nos vemos la próxima.

M.S

Microrrelatos (I): Epílogo


Nunca le perdoné a mi abuelo que no me contara el final de ese cuento.
Habíamos estado hablando sobre cosas de la vida, fruto de la inmensa curiosidad de un joven de quince años y la sabiduría de un caballero de setenta y cinco. Los misterios de otras épocas y las novedades de la actualidad. El antes y el después de la misma historia.
-¿Querrías escuchar una aventura?, preguntó ansioso arqueando las cejas. Y Fue así como comenzó.
El relato iba y venía, tenía tensión, drama y giros inesperados. El nudo argumental se centraba en los vaivenes del personaje principal, quien padecía de una enfermedad incurable pero que luchaba por vivir y así poder terminar la misión que le fue encomendada.
En el momento de máxima intriga se detuvo y levantó la mano con gesto adusto. Desde su silla preferida que le surcaba la espalda como un marcador de ganado, se incorporó pesadamente y con una lucidez certera acercó su cara a la mía:
-La clave para retomar cualquier historia es siempre dejar algo pendiente, afirmó casi en secreto.
Y se fue a soñar para siempre con los ojos abiertos.

(Para Enrique, donde quiera que esté)

M.S

Demasiado ego

Cada vez que escalo soy perseguido por un perro llamado “ego”
Friedrich Nietzsche.
Para acabar con un alter ego, hay que convertirse en otro.
César Fernández García.

Después de un rato su pulso comenzó a ser errático. Internamente se podía ver la lucha y ese deseo de seguir con vida. Si bien había vivido, disfrutado y creado con intensidad, se negaba a dejar partir su huella en este mundo. Postrado y debilitándose, se aferraba a este plano de realidad con una tenacidad envidiable.
Cuando el sudor, la fiebre y la agitación parecían ganar la contienda, abrió los ojos. Una mirada fija y vacía recorrió la habitación buscando algún punto de referencia donde posarse. Tras vagar unos segundos se posó en mí, amenazante y escrutadora. Nunca supe si fueron segundos o miles de años, pero durante el lapso en nuestras miradas se encontraron pude ver más de lo que hubiese deseado.  Nos conocimos y nos comprendimos. Durante ese último instante de lucidez nos dijimos más que casi toda una vida juntos, pero el mensaje era claro: el partiría y yo no.
Nos tendimos la mano y las sujetamos con fuerza, intentando transmitir por intermedio de la presión el significado de lo que estábamos sintiendo. Fue intenso, pero no duró mucho.
Pese a que él se aferraba cada vez más a mí en su último intento, deje caer su mano y junto a ella mi mirada. El suelo sostuvo a las dos por un instante más.
Luego me compuse, inspiré un poco del aire viciado de la habitación y salí.
Si hubo más, no lo recuerdo y quizá tampoco hoy sea de importancia. Paradójicamente, sentía que si no hubiese sido por mí, él no podría haber hecho nada. Irónicamente, si no hubiese sido por él hoy yo no estaría escribiendo esto. Pero no todo se explica. No todo tiene respuesta. No todo tiene sentido. No todo es justo y no todo es lógico.
Por eso, amigo mío, creo que ya es hora de finalizar la despedida. Desde ya agradezco tu protección y cobijo, pero a partir de hoy continúo sin tu ayuda desde aquí. Confío en que entenderás los motivos de esta decisión, y en caso contrario, los mismos se irán aclarando con el paso inexorable del tiempo. Seguramente no encontraremos en otro tiempo y si la situación lo amerita, nos haremos compañía.
Esto es todo lo que somos.
No nos queda más que aprender a vivir con eso.
¡Buen viaje, Matt A. Hari!
 Tuyo ya no más,
Matías Sosa

Básicamente –y en el sentido más clásico del término- un alter ego describe a personajes que son psicológicamente similares o cuyo comportamiento, lenguaje o pensamientos intencionalmente representan a  los del autor.  Una suerte de proyección; un holograma quizá. No obstante, también puede encarnar a un mejor amigo, alguien en que se tiene confianza absoluta, una identificación de algo significativo o quizá como una mera imitación o reproducción de otra cosa.
Pero originalmente la expresión ‘alter ego’ nada tenía que ver con esta dualidad de la personalidad que hoy en día se le da sino que procede de una variante particular.
Fue el famoso filósofo y matemático griego Pitágoras, quien en el siglo V a.c. fue consultado por uno de sus muchos discípulos sobre “qué es un amigo’. Haciendo una referencia a aquél que se mira en su propio reflejo en el agua contestó: ‘Un amigo es otro yo’. Siglos más tarde, el filósofo y político Lucio Anneo Séneca (gran estudioso de la obra pitagórica), fue quien dió a conocer la traducción  formal en latín “Amicus est alter ego” (Un amigo es otro yo).
Ahora una pregunta de rigor: ¿Es necesario tener un alter ego? 
Todos en cierta forma necesitamos desarrollar uno que nos permitan vivir de una forma más plena. Desarrollar un alter ego permite expresarnos de una forma tal que no haríamos  expresándonos con nuestro propio yo. Si bien la mayoría de los alter egos son desarrollados concientemente, claramente son influenciados por las experiencias vividas y las circunstancias que nos rodean, incluso de forma inconsciente.
Ya sea por proteger la privacidad, como la necesidad de invisiblizar nuestras emociones o para proyectar una personalidad diferente a la propia, la consigna debe ser clara: El Yo debe controlar al álter ego y debe obedecer a sus órdenes. De observarse algún indicio de pérdida de realidad el mismo debe ser en parte acotado o destruido.

Sin embargo, partiendo del hecho que una proyección en cierta forma es una modalidad de idealizar lo que nos gustaría ser y no somos, o bien cómo nos gustaría actuar pero nuestro propio Yo no puede, la precaución es la vía regia para las diferentes formas de escapar a una realidad que se torna, por momentos, demasiado real.

Los Andes “Obras cumbres” o la quimera hecha canción.

Todo amante de la música sabe con certeza lo difícil que es escribir una buena canción. Y cuando me refiero a ello no solo hablo de pe...