Se despidieron y en el adiós ya estaba la bienvenida.
Mario Benedetti
Aquella mañana, me desperté como
todas las mañanas de mi vida. Caminé hacia el baño, me paré ante el espejo y me
miré fijamente a los ojos. Vi lo de siempre: un ser humano cansado y rutinario,
que a pesar de eso intentaba cada día dar lo mejor de sí. La rutina me agobiaba,
pero a la vez era consciente de que con el paso del tiempo había empezado a
fijarme en otras cosas que me alegraban. Mi energía no era la misma que a los
20, pero tampoco mi cabeza: ya no me preocupaba tanto por el qué dirán, y me
sentía contento por ver el sol todas las mañanas.
Por supuesto, mi amigo también
estaba ahí. Detrás de mí, con la misma mirada cansina de antaño. Ahora ambos nos
mirábamos fijamente, un poco con condescendencia, un poco con desprecio, un
poco con dolor pero a la vez sabiendo que transitábamos del mismo modo el mismo
camino. Ya no había litigio, ni esa ira en los ojos de ambos. Comprendimos que
si bien Malamorte era un bien necesario, no siempre iba a prevalecer en mi
vida.
Lo noté cansado, como si también
él estuviera agotado de tantas idas y vueltas. Era la primera vez que sentía
que Malamorte bajaba la guardia, tan erguido siempre y ahora tan diferente al
menos a mis ojos. Era una parte de mí, una proyección de mis miserias y mis
dolores, pero quizá sin darme cuenta yo mismo le di más valor e importancia que
la que realmente debía tener. Fue un gran compañero de aventuras, y hasta a
veces tuvo más preponderancia que yo en mi propia vida, pero era tiempo de
volver a tomar las riendas nuevamente. No podría vivir todo el tiempo bajo una
nube negra, ni en un callejón sin salida. No era saludable para mí, y tampoco
podía ser yo una proyección de Malamorte. Hasta podría decir que ese círculo
vicioso le hacía mal también a él, lo volvía cada vez más oscuro y críptico.
Decidimos seguir cada cual por su
camino. Sin agresiones, sin maldiciones. Sólo nos miramos nuevamente, y yo
sonreí con ganas. Él tomó sus cosas, agarró su bastón y su sombrero, abrió la
puerta y me dijo “Estaré cerca cuando me necesites”. “No hace falta que lo
digas, sé dónde vas a estar. Pero por lo pronto, en este momento no hay lugar
para dos”, fue mi respuesta. Y por primera vez, lo vi sonreír. Cerró la puerta,
y en ese mismo instante la habitación se iluminó. El sol brotaba por la
ventana, y de fondo una suave y agradable música llegaba hasta mis oídos. Me
sentí feliz, no por la ida de Malamorte sino por volver a ser yo sin necesidad
de refugiarme en nada ni en nadie.
“Hasta siempre”, murmuré por lo
bajo.
Rodrigo Cardozo
No hay comentarios:
Publicar un comentario