Decir adiós o decir todo de nuevo


Todo en la tierra se aleja alguna vez. La luna y el paisaje. El amor y la vida.
Jorge Debravo

Desde que nacemos nos enseñan a saludar. A dar la bienvenida como señal de buena educación siguiendo las reglas de una suerte de protocolo que se transmite como una tradición desde tiempos antiguos. La repetición constante genera acostumbramiento en nuestro cerebro al igual que una droga de diseño; nos programamos como seres serviles, bien aprendidos y esperamos lo mismo de los demás. Nos adaptamos más a una sonrisa falsa que a una mirada esquiva. Triste, sí, pero no menos cierto. Esas palabras que rompen el hielo y dan pie a una conversación a veces frugal y otras definitorias nos recuerdan por qué pertenecemos a la raza humana.
Lo complicado es decir adiós.
No existe manual que indique cómo hacerlo quizá porque tampoco lo enseñan en ningún lado. Ni en la escuela, ni en casa, ni siquiera en la calle. Decir adiós se asocia, racionalmente, con el perder. Decir adiós no da certezas sino incertidumbres; nos ubica en una posición pasiva donde nos encontramos con un lugar cada vez más vacío. Algo faltará en nuestra estantería de la vida y se hará notar cada vez que fijemos la mirada en el espacio deshabitado que dejó delante de nosotros.
Nos acostumbramos a todo: a los afectos, a las situaciones, a tener y no tener. Cuesta mucho desaferrarnos y resignar que algo o alguien ya no estará entre nuestras cosas. La rutina que da seguridad y los rituales que la sostienen tiemblan al saber que nada va a ser como era; que el juego cambió y tenemos que encontrar la forma de llenar ese lugar ya sin nada.
Decir adiós se aprende con ensayo y error, tanto para el que lo hace como aquel que lo sufre. Pero, irónicamente, desde que nacemos tenemos que despedirnos de muchas cosas. Tantas que necesitamos toda una vida para terminar de hacerlo. Nacemos despidiéndonos, por decirlo de alguna manera. Nacemos renunciando al seno materno, renunciamos al alimento que nos provee, renunciamos a cada metamorfosis de nuestro cuerpo, y cada duelo que atravesamos se ve teñido de ese halo de resignación que trata de no aferrarse a lo que alguna vez fue. Así y todo fracasamos con mucha frecuencia.
Nos aterra perder porque perder es quedar afuera. No volver a ver la cara de un ser querido, de un amigo, de una mascota o de un lugar nos llena de una ansiedad difusa; un pánico anticipatorio que poco hará para revertir las situaciones. El paso del tiempo y lo que no vivimos no nos dan la bienvenida. Más bien nos pone en lugares distintos, lejanos, preguntándonos que estará haciendo esa persona que nos desacostumbramos a ver, intentado no enfermar de futuro ni enloquecer de pasado.

Por eso mismo, los opuestos, el «hola» y el «adiós» se nos presentan como absolutos, la ausencia y la presencia se empeñan en no ser complementarios. Pero bien sabemos que no es así. Podemos estar lejos y al mismo tiempo sentirnos muy cerca. Apelamos al recuerdo –ese comodín tan frecuente- para sanar las heridas de todas las veces que dijimos adiós sin querer hacerlo.
Tal vez de tan lejos estemos cerca, leí por ahí alguna vez. Lejos de decir “adiós” y con más ganas de un “hasta luego”, es encontrar la bienvenida en la despedida y viceversa, ardua tarea en el aprendizaje de la vida.
Soltar y dejarse ir; partir y continuar; volar y florecer. Despedirse de lo que alguna vez fuimos e iniciar el viaje con la mochila repleta de muchos «adioses» por decir. El ayer, el hoy y el mañana que se saludan en un abrazo sentido y se desprenden como si fueran amantes anónimos.
Decir adiós puede significar crecer, como dice la canción. Quizá no siempre sea así y quizá queramos aferrarnos un momento y no dejarlo ir. Por puro capricho o con toda la razón del mundo, pero sabiendo que lo que hoy somos será distinto la próxima vez que digamos un “hola” mirándonos a la cara.

M.S



2 comentarios:

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