Tentación



La mejor manera de librarse de la tentación es caer en ella.

Oscar Wilde

Se levantó sobresaltado. Eran las 9:45 A.M pero tenía la sensación de haber dormido una eternidad. Todavía aturdido, escuchaba el suave repiqueteo de la ducha golpeando sobre los azulejos y los breves cambios de intensidad productos del cuerpo esbelto de la mujer con que minutos antes había compartido uno de sus mejores orgasmos. Un clímax como el que había experimentado recientemente no se concibe todos los días: sensaciones de agitación, desenfreno y liberación uniéndose y potenciándose; y esa suerte de efecto hipnótico en la humanidad de quien lo comparte, que estremece el alma recordándonos lo bueno y dichoso de vivir.
Se sentía satisfecho y completo. Lo invadía una dulce fragilidad en sus extremidades y una sensación de liviandad se propagaba por su cuerpo. Definitivamente, éste no era como los miles de orgasmos que había experimentado desde su pubertad. Hubo de todo: fugaces, inoportunos, interminables, innecesarios, fisiológicos y amorosos, pero nunca uno de ese tenor, con este dejo de liberación. Al mismo tiempo que rememoraba algunos de ellos, se figuró el agua caliente cayendo por el cuerpo de aquella afrodita que le había regalado ese instante que no podría olvidar ni en un millón de años. Imaginarse el vapor, el aire viciado, y esa extraña sensación de encierro lo excitaron de inmediato.
Casi sin pensarlo, decidió interrumpir aquella ducha tan placentera para experimentar el que sería otro momento placentero. O incluso más aún. 
Tanteó el suelo del costado de la cama y observó de reojo la hora: eran las 11:35. Confundido, no recordaba haberse dormido nuevamente. Descartó también que el reloj se hubiera descompuesto, puesto que el mismo atrasaría o simplemente se quedaría tieso pero nunca adelantaría la hora. Además, la ducha había estado corriendo y nítidamente había escuchado un cuerpo mojarse y suspirar bajo el agua. Se incorporó y buscó un pantalón. 
A cada paso que daba, se sentía más liviano y descansado. La sensación lo reconfortaba.
Aunque no lo había notado, se podía escuchar una música suave que provenía del piso de abajo. La melodía era un tanto melancólica y le dio un escozor en el medio de la espalda. Decidió ignorarla.
Una vez en el baño, se observó en el espejo empañado por el vapor pero no pudo reconocerse. Debía estar desaliñado y con la barba crecida.
Los pocos metros que lo separaban de la cortina de la bañera sirvieron de preámbulo para generarle ideas libidinosas en su cabeza: la imaginaba mojada y fresca, aromatizada con ese jabón de miel que sólo usaba en ocasiones especiales.

-¿Puedo? – preguntó.
No escuchó respuesta, pero podía verla contorsionándose debajo del agua. Tarareaba aquella canción que lo ponía melancólico y depresivo. Escucharla lo desmotivó un poco, pero era más fuerte la idea de acariciar su piel y poder sentir el calor que despedían sus poros dilatados.
Se aclaró la garganta ruidosamente para hacerse notar. No hubo respuesta.
Pensó que tal vez estaría enojada por algo, pero también le vino a la mente la idea de que los silencios de ella siempre habían sido señal de buen augurio.
Corrió lentamente la cortina y pudo verla en su totalidad. Se encontraba de espaldas y rebosante de vida.
Intentó abrazarla fuerte, como para poder contener la totalidad que estaba observando. Cerró los ojos y apretó los brazos. 
Nada. 
Parecía como si la estuviera atravesando; como si su cuerpo fuera una nube etérea que se confundía con el vapor del agua que corría.
Avanzó un paso más en la bañera pensando que quizás había sido víctima de una ilusión óptica fruto del aire viciado y la modorra matinal, pero se horrorizó al ver que ocurría lo mismo que antes. Uno, dos, y tres intentos más en vano.
Ella, por su parte, estrujó su cabello y cerró el grifo. Indiferente, corrió la cortina y posó sus pies sobre la alfombra blanca.
Él, impávido y aterrorizado se observaba completamente seco dentro de la ducha que hasta hacía unos segundos se encontraba abierta.
Fue un instante en el que se dio cuenta lo que realmente sucedía.
Recordó aquel crucero por el Sena, en Francia, donde conoció una bella mujer de mundo quién, entre anécdotas, le comentó que en ese país se conocía al orgasmo como «le petit mort», y él, sin saberlo, se figuró que lo que sintió horas atrás no había sido sólo una pequeña muerte. Lo que sí sabía era que, de ser así, definitivamente había valido la pena.

M.S

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