Hoja en blanco


Empleo las palabras que me has enseñado. Si no significan nada, enséñame otras. O deja que me calle.
Samuel Beckett
Escribir es un oficio que se aprende escribiendo
Simone de Beauvoir

Tengo la hoja en blanco frente de mí. Nada se me ocurre ni me viene a la mente. Repaso ideas viejas, reflexiones, algún recuerdo perdido, pero es en vano. La hoja me mira y yo la miro. Nada pasa y de nada sirve.
Me detengo a observar sus pliegues y su textura, su leve color amarillento, los bordes ajados del bloc. Junto varias hojas con los dedos y las suelto produciendo una ráfaga de aire con la esperanza que aparezca algo que me permita escribir aunque sea una puta historia.
¿Dónde están las musas cuando se las necesita? ¿Dónde reside ese momento mágico en el cual la inspiración nos encuentra trabajando? No. La inspiración viene en los momentos menos esperados: al bañarte, al dormir, al tener sexo, al hablar de cosas importantes con otras personas o simplemente al caminar por la calle. En esos momentos en que el tiempo apremia y hacemos como que nos importa. Por decirlo de alguna forma, la inspiración es un escape. Una salida de la escena, un corta y pega de la realidad que en su mayoría se pierde en la papelera de reciclaje de la vida. Conmigo siempre se encuentra escapándose; yéndose a otros destinos y dejándome como ahora: abatido y desconcertado. A veces lucho por retenerlas, aunque sean algunas ideas sueltas que se presentan como pancartas escritas que el viento se lleva, como en aquél video de Bob Dylan. 
Miro nuevamente la hoja y ella me devuelve la mirada. Me incita a romperla, a insultarla y a repudiar a todos los árboles que talaron para fabricarla. Siento que nos odiamos.
La hoja resulta ser un reflejo de lo que yo soy ahora: una tábula rasa que no recuerda el oficio literario, un iletrado que no sabe como redactar algo interesante para que el resto de los personas lo lean y piensen “que bien escribe este tipo”. No, y mil veces no.
No va a haber lectores, ni comentarios, ni siquiera algunos “me gusta” que den cuenta que alguien piense ni remotamente en eso. Estará aquél que, ante la nada misma, sonreirá como una acto caritativo para que el escritor no se desmoralice, o aquél que se regodee en su pedantería ante un acto creativo revolucionario pero que no transforma nada… Pienso en eso y me entran ganas de rayar la hoja, de cortarla con el trazo firme y certero de mi estilográfica. Y es más: lo hago; pero para mi sorpresa no me siento mejor: me siento inmensamente peor porque la hoja ya no es una hoja en blanco impoluta, ahora se transformó en un cuadro sin gracia de Lucio Fontana, que, de yapa, arruinó y marcó a otras hojas indefensas e igual de inescrupulosas.
Me resigno y acato a la idea que cuando no se puede, no se puede. Mi madre lo dice todo el tiempo y quizá tenga razón. Por más que intente nada bueno va a quedar escrito hoy. “Aceptar la falta”, dicen los psicoanalistas. 
Después de todo, soy sólo un pobre hombre que estuvo mirando todo el tiempo la hoja que yace al lado y garabateando líneas sin sentido en este pedazo de papel que tengo enfrente.

MATT A HARI.

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