Allí estaba yo, sentado en una de las esquinas del bar, bebiendo esa cerveza que costaba bajar, todavía sin saber si era por el gusto amargo que me dejaba en la boca o por lo que generaba en mí el alcohol esa noche. No era invierno, pero hacía frío, los parroquianos poblaban el lugar buscando guarecerse de las bajas temperaturas y templar un poco el alma y el cuerpo. Algo sonaba de fondo, no recuerdo si Miles o algún blues de esos que te elevan, pero era la banda de sonido perfecta para ese álgido momento. Todos parecían haber perdido algo que se lleva muy profundo, o estar en búsqueda de algo absolutamente necesario, casi como una peregrinación de hombres en vela que cual si fueran lobos lloraban sus penas en un antro.
En ese
instante, la puerta se abrió. Podría haber sido uno más de los que estábamos
ahí, abstraídos en nuestro pequeño mundo de miserias cotidianas. Nadie miró, yo
tampoco pero no hizo falta: podía sentirlo cuando entró. Caminó despacio pero
con firmeza, como quien no quiere llamar la atención porque sabe bien lo que hace.
Al sentarse ante mí, sentí que el bar de pronto se vació. Solo estábamos él y
yo. Él, con un elegante piloto negro, un bombín y un bastón, que no pude
entender por qué lo acompañaba ya que no parecía necesitarlo. Quizá era el
único gesto de debilidad que tenía, ya que se le notaba un aura de
invulnerabilidad. Yo no lo conocía, o tal vez sí pero no lo recordaba. Creo
haberlo visto en alguna noche de borrachera, mirando con gesto adusto desde un
rincón. O aquella tarde en que mi mente colapsó por primera vez, o nos
cruzamos en alguna calle perdida y ni siquiera me animé a mirarlo.
Pero
ahora estábamos allí los dos, frente a frente. Me miró a los ojos, con esa
incandescencia en la mirada de los que ya han visto demasiado y aún están vivos
para contarlo. No dudó, ni siquiera me dijo “hola”, su boca emitió una frase
que sonó a una sentencia irrefutable: “la incógnita es el mar donde se pierde
la certeza y naufraga la mente”. Le sostuve la mirada, sin poder dejar de
pensar en sus palabras. ¿Qué era lo que este gran acertijo humano pretendía
expresarme? ¿Por qué me lo estaba diciendo justo a mí? Solamente atiné a
decirle “sabias palabras, pero inquietantes”. Me respondió seco y sin titubear:
“un hombre no nace sabio, es la vida quien lo forma con sus golpes”.
Ahora me
sentía dubitativo, ni siquiera sabía su nombre, entonces le pregunté:
- ¿Y con
quién tengo el gusto de estar intercambiando opiniones tan filosóficas?
- Eso es
irrelevante, lo que importa es este tiempo y este lugar. Todos me conocen hace
años como Malamorte, simplemente.
“Malamorte”,
lindo nombre para alguien que pareciera ser amigo de la parca… Le invité un
trago, pero dijo que estaba hastiado de muchas cosas de la vida, entre ellas el
alcohol, aunque en su momento supo ser su fiel ladero. Compartimos opiniones un
par de minutos, que para mi fueron más intensos que muchas de las cosas que
había vivido en toda mi existencia. Súbitamente, pareció volver a su proverbial
aspecto hosco. Se levantó de la silla, hizo un ademán para recoger su bastón, y
cuando estaba por irse me dijo:
- Saludos
a tu compañera.
- ¿Mi
compañera? Perdón, ¿me conoce de algún lado? ¿Quién se supone que sea usted?
-
Solamente soy lo que vos quieras que sea. Tal vez ni siquiera exista y
solamente sea una proyección de tu mente. Pero quizás sea la respuesta a las
preguntas que nunca te hiciste…
En ese
preciso momento, un trueno partió en dos la calma de la noche, haciendo
imposible no observar cómo el cielo se volvía más negro. Al volver la mirada y
la atención al bar, el señor Malamorte había desaparecido como por arte de
magia. Corrí hasta la puerta, pero ni rastros de él. Solamente pude ver a los
lejos, en el callejón que nos separaba de la gran ciudad, un enorme cartel que
rezaba “Salvación del alma”… A partir de ese momento, cargo con su apodo como
testigo sagrado de un encuentro sellado a fuego en una noche de hielo en la
ciudad de los desencuentros.
Muy bello...
ResponderEliminarMuchas gracias, muchacha!
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